“Para el moderno está el Mundo de un lado, él del otro y el lenguaje para cruzar de un lado a otro del precipicio. Una verdad, se nos ha enseñado, es un puente sólido que se encuentra encima del abismo, un enunciado que describe adecuadamente el Mundo”.
(Comité Invisible, 2015: 36)
“… Ese episodio de la imaginación a que llamamos realidad.”
(Pessoa, 2013: 233)
“En cuanto a mí, no tuve convicciones. Tuve siempre impresiones.”
(Pessoa, 2013: 222)
Por Sofía Robiolio Bose
En una magnífica escena de la película Vivre sa vie de Jean-Luc Godard (1962), titulada “Nana fait de la philosophie sans le savoir”, Nana, protagonizada por Anna Karina, entabla una conversación con un desconocido en un bar. La película trata sobre la cotidianeidad errante de esta joven que comienza a prostituirse para ganarse la vida. Luego de preguntarle al hombre qué está haciendo –leyendo– y por qué –es su trabajo– le confiesa que, de repente, no sabe qué decir. Le sucede a menudo: sabe qué quiere decir, reflexiona sobre las palabras que va a usar para decirlo, pero en el momento de hablar, “puff”: neblina. El hombre le cuenta una historia sobre Porthos, un hombre que jamás se ha detenido a pensar. Tiene que poner una bomba en una cueva para hacerla explotar y, cuando lo hace, enciende la mecha y se escapa corriendo. Justo en ese momento piensa cómo es posible poner un pie delante del otro; entones deja de correr y no puede avanzar más. La bomba explota y con ella la cueva; alrededor le caen los escombros y al cabo de unos días muere aplastado. La primera vez que Porthos pensó, murió. Nana, conmovida, le pregunta por qué le cuenta una historia como esa: “porque sí, para hablar”. Ella se pregunta por qué es necesario hablar: mientras más se habla, menos significan las palabras. Muchas veces es mejor vivir en silencio. – “Las palabras deberían expresar justo lo que una quiere decir, ¿es que nos traicionan?” Y él, en un gesto muy elocuente: “sí, pero nosotros también las traicionamos. Tenemos que poder decir lo que queremos decir.”
Y alude al extraordinario hecho de que hoy en día, después de 2500 años, podamos comprender algo de lo que escribió Platón, aun sin conocer exactamente su lenguaje. Nana, que continúa en su terquedad: “¿por qué tenemos que expresarnos? ¿Para entendernos entre nosotros?”. – “Para poder pensar; y para pensar tenemos que hablar –no hay otra forma- y para comunicarnos, tenemos que hablar. Así es la vida misma”. Pero Nana lo encuentra muy difícil: según ella la vida debería ser más fácil y recuerda la terrible historia de Porthos. Entonces el hombre argumenta: “yo creo que para llegar a hablar bien, uno tiene que renunciar por un momento a la vida. Es el precio. Hablar es casi una resurrección en relación a la vida. Hablar es una vida distinta de cuando uno no habla. Entonces, para vivir hablando, uno tiene que pasar por la muerte de la vida sin hablar… Hay una especie de regla ascética que le impide a uno hablar bien hasta que ve la vida con desapego. (…) Se puede vivir todos los días con desapego pero siempre vamos de un lado al otro: por eso pasamos del silencio a la palabra. Nos balanceamos entre los dos porque es el movimiento de la vida. Desde la vida cotidiana uno se alza a una vida, podríamos decir, superior -¿por qué no?- que es la vida con pensamiento. Pero la vida con pensamiento supone la muerte de la vida demasiado cotidiana, demasiado rudimentaria.” Y ella remata: “¿Es que pensar es lo mismo que hablar? (…) ¿Hablar, entonces, implica el riesgo de mentir?”. – “Sí, las mentiras también son parte de nuestra búsqueda… Pero una mentira sutil a menudo difiere poco de un error. Aquel que busca y no puede encontrar la palabra correcta… Es por eso que no sabías qué decir antes, creo que tenías miedo de no encontrar la palabra correcta”. – “Sí, pero ¿cómo uno puede estar seguro de haber encontrado la palabra correcta?”. – “Hay que trabajar en ello, viene con esfuerzo. Decir lo que tenemos para decir de manera apropiada, es decir, decir lo que tenemos que decir, lo que tenemos que hacer, sin lastimar o herir a nadie…”. Hasta aquí retomo este diálogo y me sumerjo en el profundo mar de las interpretaciones.
¿Qué es lo que sugiere el hombre al decir que pensar y hablar son lo mismo? ¿Por qué hablar-pensar implica la muerte de la vida cotidiana y el riesgo de mentir? Si bien el diálogo alude mayoritariamente al lenguaje intersubjetivo, el señor va más allá del lenguaje como mero medio de comunicación. Hablar requiere un desapego de la mundanidad; la palabra es una ruptura del silencio (y, quizás, una ruptura de la naturaleza muda). En todo caso, hay un movimiento oscilante entre la vida cotidiana y la del pensamiento.
En “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” (s.f.), Nietzsche afirma que la verdad es “un móvil ejército de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en breve, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, trasladadas, adornadas poética y retóricamente (…): las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son” (p.4). Así intenta señalar la violencia de la arbitrariedad con la que se ejerce el lenguaje humano. Años más tarde Deleuze (2004) explicará en sus cursos sobre Spinoza: “Yo creo que la filosofía ha nacido con un sistema del juicio. (…) La filosofía jamás hizo mal a nadie, pero es verdad que los filósofos no han cesado de juzgar. ¿Qué los autorizaba?” (p. 57). ¿Con qué derecho los filósofos, los ideólogos, los cristianos se han adjudicado la potestad de decidir qué es lo que está bien y lo que está mal? ¿Con qué derecho la ciencia se arroga la última palabra sobre la verdad de las cosas? La moral es la imposición de un sistema del juicio a partir de una jerarquía de valores en la que se eleva, en el más allá del ser, aquello a lo que se aspira. Pero ese ser no es más que una idea, o un mundo de Ideas, introducido por Platón hace 2500 años. Las verdades son ilusiones en tanto que son invenciones del atributo propiamente humano: el lenguaje. De allí que las verdades sean metáforas y metonimias, meras figuras retóricas. Mientras que el león tiene garras para apresar a otros animales, alimentarse y sobrevivir, los seres humanos cuentan con el lenguaje-intelecto como única herramienta de supervivencia.
Frente a la majestuosidad de la tierra, frente a la incapacidad de responder a los antiquísimos misterios que esconden el mar, las rocas, las estrellas y el universo oscuro e infinito en el que habitan, los humanos han inventado todo tipo de respuestas. ¡Y no sólo eso! Las han ubicado bajo el rótulo de “universales”, reduciendo la singularidad de las cosas: mientras más abstractas las palabras y los conceptos, más alejadas de la experiencia y la vivencia de las cosas. De allí que todo se reduce a la Idea, homogénea y cerrada sobre sí misma. He aquí la violencia de la palabra: subsume la multiplicidad, la diversidad y el caos a la arbitrariedad de la unidad. De todos modos, tampoco hay una experiencia de la naturaleza para los humanos: la “cosa-en-sí” no existe porque no hay una esencia. Por eso el conocimiento humano no tiene acceso más que a los conceptos a los que se reducen las cosas o a su experimentación.
He aquí la gran herida narcisística producida por Nietzsche: el descentramiento de lo humano, es decir, la caída de la omnipotencia humana y del orgullo de creer que podía acceder a todo mediante la razón o la experiencia. La gran fábula de la humanidad comenzó: “En algún apartado rincón del universo diseminado en innumerables sistemas solares llameantes, hubo en tiempos una estrella, donde astutos animales inventaron el conocimiento” (Nietzsche, s.f.: 1). La crítica no es desde el humano hacia el humano, sino desde la inmensa (y terrorífica) naturaleza que le otorga la existencia y lo torna diminuto e insignificante. Así se resuelve que el conocimiento humano no tiene un fin; es más bien una consecuencia. El humano es demasiado humano: su destino es lamentable porque no tiene ninguna misión. Nietzsche destruye cualquier teleología –la cristiana, la evolucionista, la positivista, incluso la marxista– que hubiera permitido construir un horizonte macizo de sentido. No hay una consumación del humano, más bien es un animal débil que necesita del intelecto para subsistir: no hay nada de heroico en su único medio de supervivencia.
Ahora bien, en el prólogo a La genealogía de la moral (s.f.) advierte:
«Nosotros, los que conocemos, somos desconocidos para nosotros mismos, (…) Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que dice “cada uno es para sí mismo el más lejano”, en lo que a nosotros se refiere no somos “los que conocemos”…» (Nietzsche, 20, p.1).
En la experiencia de un “nosotros, los que conocemos”, si bien inaccesible, hay cierta intensión de reconocimiento. En el “confundirnos con otros” y en el gesto mismo de su escritura, parece existir una búsqueda de comprensión tácita. Por eso Zarathustra pega un grito al ver una verdad nueva: busca compañeros de viaje, espíritus libres, con los que enterrar al último hombre que, ingenuo, se llena de orgullo con eso que llama cultura. En el movimiento de descentramiento y en la certidumbre de que no hay consumación ni proyecto para la humanidad, se emprende un viaje largo, de caminos arduos y sinuosos. El proceso de subversión de los valores es sumamente doloroso. Todos los “debes” y “deberías” que intentamos dejar detrás, se nos aparecen como pesadas cadenas. Las viejas costumbres que una vez creamos ante la necesidad desenfrenada de autoconservarnos son los fantasmas de nuestros antepasados. Quienes tropiecen –por esfuerzo, por casualidad o causalidad, casi accidentalmente- con el derrotero de sospechar y desconfiar de dichos valores, atravesarán la angustia y el aislamiento. Es difícil nadar contra corriente y más aún añorar reconocimiento. Por eso Nietzsche, en el prefacio a Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres se inventa a los “espíritus libres” que lo acompañarán en su aventura. Los ve venir, lentamente, ya que no los hay y no los ha habido en su época. Estos espíritus libres (como lo fue él) aparecen a partir de un «gran desasimiento»: sacudida, desprendida, arrancada repentina del alma joven. En ella se despiertan una voluntad y un ansia de irse a toda costa a cualquier parte. Es una voluntad de libre albedrío que también contiene en sí misma el germen de su propia destrucción: el alma solitaria se encuentra en un desierto en el que le surgen las preguntas más peligrosas sobre la subversión de todos los valores. El absurdo y el sin-sentido comienzan a invadir su cuerpo, su mente, a tal punto que la soledad acompañada de una ametralladora de pensamientos fútiles pero venenosos, amenaza profundamente a la propia existencia hasta asfixiarla.
Este camino alberga dolor, pero también una sensación de liberación. Los sentimientos de aislamiento y soledad son inherentes e ineludibles en este viaje. De allí que surja y urja la necesidad de acompañamiento. Como si en el vacío silencioso del desierto existiera la posibilidad de ser comprendido, por otros espíritus libres que sientan de manera similar. En su viaje, Santiago Lopez Petit (2015) comenta a los Hijos de la noche: “Quiero explicar que la travesía de la noche lleva del malestar a la resistencia. Que es un camino solitario pero no en soledad. Porque lo que no se puede decir hay que gritarlo.” (Lopez Petit, 2015, 17). El grito de Zarathustra es este intento desesperado de pasar del silencio, de la muerte de la vida, a ser oído y comprendido por alguien. Es esta sensibilidad compartida –que no siempre es satisfecha, sobretodo hoy en día: ¡cómo cuesta encontrar afinidades!-, la que permite reconocernos en el otro, al devolvernos la mirada. O, al menos, dejar de ser tan desconocidos para nosotros mismos.
Por eso Deleuze (2008), en uno de sus cursos sobre Spinoza, aconseja a sus alumnos:
“Encuentren lo que les hace falta, que cada uno de ustedes encuentre los autores que les hacen falta, es decir, los autores que tienen algo para decirles y a quienes ustedes tienen algo que decirles. (…) Encuentren sus moléculas. Si no las encuentran, ni siquiera pueden leer. Leer es eso, es encontrar vuestras propias moléculas. Están en los libros. Vuestras moléculas cerebrales están en los libros, y es preciso que encuentren esos libros. (…) Es preciso que, en última instancia, sólo tengan una relación con lo que aman.” (p. 160-161).
De modo que podemos encontrar en el ritmo y la cadencia en la escritura de autores que nos interpelan, una afinidad, una perceptibilidad compartida. A propósito, Marguerite Yourcenar dedicó más de diez años a la escritura de Memorias de Adriano, traducido al español por Julio Cortázar (1989). Intentó acercarse al antiguo emperador romano que, aun si no dejó testimonios propios, imaginó sus memorias como encarnándolas en el cuerpo a través de la reconstrucción minuciosa de comentarios sobre él. En un momento, Adriano –personaje; Marguerite, autora; o quizás Cortázar, traductor- describe muy emotivamente lo que suscitó en él la muerte de Plotina, emperatriz de su antecesor que terminó por convertirse en una amiga a quien estimaba mucho:
“Plotina había muerto. Durante una estadía anterior en la capital, había visto por última vez a aquella mujer que sonreía fatigada y que la nomenclatura oficial me asignaba por madre, aunque era mucho más que eso: mi única amiga. (…) Pero la muerte no cambiaba gran cosa en esa intimidad que desde hacía muchos años prescindía de la presencia. La emperatriz seguía siendo lo que siempre había sido para mí: un espíritu, un pensamiento al cual estaba unido el mío.” (p. 138)
En estas palabras sobre la muerte de una gran amiga aparece algo así como una perdurabilidad, una resistencia en el tiempo en lo que refiere a un sentimiento tan profundo que es el que une a los pensamientos, más allá de las palabras y de los cuerpos. “Esa intimidad que desde hacía muchos años prescindía de la presencia” apela a una sensación de compañía por parte de Adriano. Un “espíritu” que resiste a la muerte y que despierta, en la unión del pensamiento, una seguridad. Con esto no se intenta minimizar la necesidad de la corporeidad y de los gestos y tactos en las relaciones interpersonales de amistad e intimidad; sino dar cuenta de un tipo de vínculo que prescinde del tiempo, del espacio, de las edades y de la muerte. Es decir, un vínculo que refiere a la percepción de un sentimiento que parece ser inexplicable y al cual se rodea a través de la expresión escrita -pero también musical, artística, corporal-, ofreciendo la oportunidad de estar acompañadxs en esa percepción. En el desierto, en la noche, en el viaje hacia la desvalorización de los valores. En la desmoralización, en la certidumbre de que no hay un por qué. En la insistencia –porque ya no se puede hacer la vista gorda a semejante desvelo- de la conciencia de una vida sin objetivo ni sentido, se puede, de todos modos, apelar a espíritus libres con quienes el viaje no se perciba tan solitario.
Albert Camus describió el absurdo en El mito de Sísifo, como aquel despertar de la contradicción que suscita la incapacidad de encontrarle una explicación al mundo y el deseo irrefrenable por encontrarle alguna. Sartre, en cambio, llamó nausea a la apatía que le producía vivir en un mundo en el que las cosas se le escapaban a tal punto que se le volvían amorfas y desconocidas. Esta nausea sartreana produce incertidumbre y describe un encuentro con las cosas similar a lo que Alberto Moravia definió como aburrimiento. Por otro lado, Fernando Pessoa expresó el tedio inconsolable que le generaba la conciencia de vivir sin que hubiera ninguna necesidad en la existencia en su Libro del desasosiego (2013). A tal punto que escribió: “En mí fue siempre menor la intensidad de las sensaciones que la intensidad de la conciencia de ellas. Sufrí siempre más con la conciencia de estar sufriendo que con el sufrimiento que tenía conciencia” (p. 109). Pessoa se describió a sí mismo como un contemplativo –y no un pesimista-, y relató su “autobiografía sin acontecimientos” con saudade, pero también con mucho humor. Uno de sus heterónimos –quizás debería mencionarlo como otro autor, distinto, que de hecho lo es-, Álvaro de Campos (o, de nuevo, Octavio Paz en su traducción al español), expresó hermosa y desgarradoramente, en el poema Tabaquería, la sensación de no ser nada en este mundo y la impotencia que la propia existencia y su misterio albergan. También Baudelaire escribió a un público que fuera capaz de comprenderlo en la sensación contradictoria que le provocaba la modernidad: él también escribió para espíritus que sintieran el spleen de Paris.
Estos autores, poetas y filósofos no cesan de rodear constantemente el enigma propio de nuestra existencia. Wittgenstein lo mencionó sabiamente: “de lo que no se puede hablar hay que callar”. Sin embargo, la actitud misma de la escritura –el relato de la vida cotidiana, la narración de una ficción o la cadencia de un poema-, permite transformar la sensación de desasosiego extremo en una expresión que se desprende ya de su autoría y penetra en quienes la leen. La escritura, siempre-ya traducción, aparece así como el médium de la expresión: condición necesaria de posibilidad. “Sin sintaxis, no existe emoción duradera. La inmortalidad es una función de los gramáticos.” (Pessoa, 2013, p. 238). Por eso, según Nietzsche, hay una figura positiva en el lenguaje: la palabra, en tanto que metáfora, es una aptitud creativa de los humanos. En ella hay posibilidad de liberación. Aunque también, en el acto de creación hay también una traducción. Las cosas que se nos aparecen y las sensaciones que experienciamos implican, en su expresión creativa y/o explicativa, una traducción que denota el intento por darle un sentido a ese encuentro con lo desconocido. Es justamente en esa traducción incesante que radica la posibilidad de ser transmisores y receptores y, por tanto, de comprendernos, aun si jamás lo hacemos cabalmente. Como cuando el señor en la escena de Nana fait la philosophie explica que sin lenguaje no seríamos capaces de comprender, al menos un atisbo, de lo que quiso explicar Platón. Del mismo modo, la escritura, en su iterabilidad, en su siempre-ya traducción y repetición novedosa, nos permite acercarnos.
Por este motivo, Walter Benjamin acompaña a Nietzsche en el descentramiento del humano, aunque no lo sigue en la ruptura total con la naturaleza. En Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos (1991), afirma que “(…) el ser del lenguaje no sólo se extiende sobre todos los ámbitos de la expresión espiritual del hombre, de alguna manera siempre inmanente en el lenguaje, sino que se extiende sobre todo.” (p. 59). Si las cosas no se expresan de ningún modo ¿cómo es que los humanos llegan a nombrarlas? Más simple: ¿qué es lo que nombran si no esas cosas? De modo que la entidad espiritual de las cosas sí se manifiesta a través de un lenguaje que no es verbal. Hay una comunicación previa a la comunicación intersubjetiva y únicamente gracias a ella y a la traducción del lenguaje de las cosas es que puede haber lenguaje humano nominal. Por eso la traducción no es un accidente, como parece serlo en Nietzsche, sino más bien es constitutiva del lenguaje humano; hay una experiencia de la materialidad del mundo sin la cual no habría mundo. Entonces, Benjamin muestra que el lenguaje humano es creativo, activo y espontáneo; pero también es receptivo ya que recibe el lenguaje material de las cosas. La estructura misma del lenguaje general es la traducción, en tanto que recibe al lenguaje y lo transforma en otro lenguaje discontinuo en relación al anterior:
La traducción es la transferencia de un lenguaje a otro a través de una continuidad de transformaciones. La traducción entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas o ámbitos de semejanza.
La traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres no sólo es la traducción de lo mudo a lo vocal; es la traducción de lo innombrable al nombre. Por lo tanto se trata de la traducción de un lenguaje imperfecto a uno más perfecto en que se agrega algo: el conocimiento. (Benjamin, 1991: 69)
La traducción es una transmutación, un movimiento a partir del cual lo mudo se transforma en vocal. Es, entonces, un juego entre continuidad y discontinuidad: hay una duración, un movimiento infinitesimal a través del cual uno deviene otro –o, mejor dicho, lo Otro deviene Uno-. La alteridad no es únicamente lo que el lenguaje humano puede decir sobre ella, sino que está enlazada a lo humano y es por eso que su lenguaje puede hacerle eco. “Lenguaje no sólo significa comunicación de lo comunicable, sino que constituye a la vez el símbolo de lo incomunicable.” (Benjamin, 1991: 74). No hay una esencia de las cosas: jamás la palabra podrá decir plenamente lo que pretende abarcar porque en la entidad espiritual de las cosas no hay nada puro ni pleno.
A tal punto, según Collingwood Selby en La lengua del exilio (1997), el lenguaje puede ser considerado como una llamada. El nombre no dice el ser –no hay esencia del ser y, por consecuencia, tampoco un conocimiento pleno del ser– sino que es un nombre que le es dado desde afuera: los hombres y las mujeres llaman a aquello que se les ha escapado, lo que les es ajeno. El nombre es hospitalario a la aparición de eso otro (la naturaleza muda): alude a la cosa, la rodea para que pueda aparecer pero jamás logra decirla. El nombre puede considerarse llamada y testimonio de un encuentro efímero entre los humanos y las cosas, como lo único que queda de aquél encuentro irreproducible. Puede ser que lo que quede sean restos, como Nietzsche entiende a las metáforas. Pero Benjamin, en un movimiento un tanto más nostálgico y menos destructivo, insiste en lo que se ha perdido: hay una especie de añoranza de los encuentros y lo otro nunca está del todo presente. No hay una celebración de la invención poética y creativa de la metáfora como afirmación.
Sin embargo Benjamin adjudica al lenguaje y a la traducción un aspecto positivo. Un buen traductor es aquel que cuando no se encuentra sustituto para una palabra –cualquiera sea el idioma, por ejemplo: saudade o mood– logra mostrar su singularidad y su intraducibilidad. “El objetivo del buen traductor no es reproducir el sentido acabado y muerto que, bajo la arrogancia de una cierta mirada, comunica el original, sino más bien, dejar al descubierto la vida que late, incontenible e incontrolable, en él.” (Collingwood Selby, 1997: 100). Un buen traductor debería señalar eso, lo cual no implica dejar un vacío, sino hacerle lugar a la diferencia en el texto, como un silencio que hace ruido.
En este sentido, la posibilidad de que el lenguaje humano sea creativo y también receptivo, es decir, la experiencia de la caída de la Torre de Babel y el consecuente surgimiento de los distintos lenguajes humanos permitió y requirió de traducción. En esta traducción es que encontramos tanto un componente estético como un componente político. Estético porque aparece como metáfora, como creación y, por tanto, expresión que alberga en sí una singularidad propia: un elemento propio de belleza que la torna única. Político porque implica el encuentro con otro –ya sea persona, cosa o naturaleza-. El lenguaje humano y el lenguaje en general no sólo da cuenta de la existencia de otras entidades distintas a la humana –y con las cuales deberíamos poder ser respetuosos-; sino que en el mismo lenguaje humano hay distintas lenguas. La traducción es la posibilidad de comunicarnos con lo Otro y con los Otros, extranjeros. El encuentro implica un choque entre sistemas de valores y, por tanto, una amenaza a la propia cosmovisión. A la manera de Schmitt, lo político se define a partir de la definición amigo-enemigo. A propósito, Eduardo Rinesi (2015) comenta: “(…) hay política exactamente porque hay, en el mundo de las relaciones entre los hombres, conflictos entre sistemas de valores (de valores o de lo que sea: de necesidades, de expectativas, de creencias, de gustos, de intereses) antagónicos (…)” (p. 272).
Por eso la metáfora es un arma de doble filo. Los humanos inventamos las palabras y, con ellas, conceptos a partir de los cuales ordenamos las cosas de la vida más rudimentaria; y con ellos se generan categorías y así, finalmente, se edifica la ciencia. Por eso el problema radica en el olvido: nos olvidamos de nuestra capacidad creativa y de que somos quienes creamos los conceptos de verdad y mentira: y allí se inicia la lucha por la conservación de la propia verdad. La palabra puede resultar muy violenta y subsume las diferencias en su intento por esquematizar y estructurar todas las categorías existentes. En un cuento de Felisberto Hernández (1969), “El taxi”, la metáfora es un taxi que nos lleva a muchos lugares:
“la metáfora, en su velocidad, en su síntesis de tiempo en el espacio, en esta ilusión de achicar el espacio, tiene también algo de provisorio que me exaspera; atropella demasiado al cruzar las calles tendría que pensar y sentir con otro ritmo y con otra cualidad de pensamiento; el misterio de las sombras se transforma demasiado bruscamente en el misterio de lo fugaz”. (p. 114)
En la velocidad de la metáfora las diferencias, muchas veces, se pierden. Por eso Benjamin no acompaña a Nietzsche en la destrucción total con las cosas y la Naturaleza. Más bien pone énfasis en la sensibilidad de la semejanza para no eximir a los humanos de su responsabilidad sobre el lenguaje como traducción. ¿Cómo dar cuenta de la alteridad, de lo absolutamente otro, sin que ese otro quede completamente reducido a la palabra ni se mantenga totalmente inaccesible? Al igual que el grito de Zarathustra, ¿Cuántas otras y cuántos otros han gritado desesperadamente para poder ser comprendidos? ¿No es ese el gesto mismo de la política? Rancière, de hecho, explica que la política es el conflicto acerca de la existencia en un escenario común. Las partes no preexisten al conflicto que nombran y en el cual se hacen notar como partes. Es el conflicto a partir del cual una parte de los que no tienen parte (es decir, la completa alteridad exenta de recursos) exige, como puede, una redistribución de lo sensible (de lo que ya existe y está instituido, materialmente o discursivamente).
De modo que la estética de la escritura de autores como Baudelaire, Pessoa, Yourcenar, Sartre, Camus, Moravia; pero también muchxs otrxs, aparece como un acto de resistencia y, por eso, un acto político. Su lenguaje, como metáfora o traducción, permite dar cuenta de una experiencia de la vida inaprensible e inexplicable, pero como rodeándola –al igual que el buen traductor-. Haciendo eco, a través de metáforas, gracias a la traducción y a la escritura, podemos encontrar compañía. En la certidumbre de que hay espíritus libres que también logran gritar y aparecer en escena, intentando una redistribución de lo sensible, el viaje hacia una existencia menos injusta, con menos moral y más ética, se vuelve más ameno, menos duro. Este es, quizás, el componente estético de la escritura: la posibilidad de generar afinidades, percepciones comunes, empatía con quien lee. Es cierto que las palabras nos traicionan y nosotros las traicionamos a ellas: jamás llegamos a decir lo que pensamos que queríamos decir porque las cosas y las experiencias son inaccesibles, como bien expresa Nana. Pero frente a la nostalgia del encuentro, frente al sentimiento de falta en esa traducción que siempre queda trunca, podemos apelar a su eficiencia en tanto que nos acerca, y permite algo sumamente difícil como lo es la comprensión –si es que en algún momento llegamos, verdaderamente, a comprendernos-. Por eso el señor de la escena es menos romántico que Benjamin: sabemos algo de lo que dijo Platón hace 2500 años. También podemos oír los gritos de Nietzsche y estremecemos con las impresiones de Pessoa. En cierto sentido, cuando el señor del bar sugiere que hay que “esforzarse” y “trabajar” para decir lo que tenemos que decir apropiadamente, de manera tal de no lastimar ni herir a nadie, apela a la responsabilidad en la utilización de las palabras porque pueden resultar violentas. La violencia del lenguaje es la opresión de la alteridad, de lo otro, de la parte de los que no tienen parte, de las minorías, de lo abyecto. Allí radica su componente político: es a partir del lenguaje encarnado que los gritos de los cuerpos hacen eco, que una minoría se hacen notar y logra una redistribución de la vida material. Qui´zas, estas consideraciones quizás nos permitan esbozar una ética de la traducción, o una reinterpretación de la teoría de la traducción desde una teoría estético-política.
Bibliografía:
- Benjamin, Walter (1991) [1916]. “Sobre el lenguaje en general y el lenguaje de los humanos” en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. España: Taurus. Alfaguara. S.A.
- Collingood-Selby, Elizabeth (1997). “La cita” (cap. V) y “La traducción” (cap. VI) en Walter Benjamin. La Lengua del Exilio (1° Edición). Chile: ARCIS – LOM.
- Comité Invisible (2015). A nuestros amigos (1° ed. Revisada). Buenos Aires: Hekht Libros.
- Deleuze, Gilles (2008). En medio de Spinoza (2° ed.). Buenos Aires: Cactus.
- Godard, Jean-Luc (1962). Vivre sa vie. Francia.
- Hernández, Felisberto (1969). “El taxi” en Obras completas de Felisberto Hernandez. Montevideo: ARCA.
- López Petit, Santiago (2015). Hijos de la noche. Buenos Aires: Tinta Limón.
- Nietzsche, Friedrich (2014). Así habló Zarathustra (2° ed.). Buenos Aires: Alianza Editorial.
- Nietzsche, Friedrich (s.f.) “Prólogo” en Genealogía de la moral. Ed. Booket.
- Nietzsche, Friedrich (s.f.) [1873]. “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” (Trad. P. Oyarzún R.). Chile: Escuela de Filosofía, Universidad ARCIS. Online.
- Yourcenar, Marguerite (1989). Memorias de Adriano (trad. Julio Cortázar). Buenos Aires, Edutorial Sudamericana.